jueves, 21 de febrero de 2013

Anna Karenina: la forma congeló la esencia

Admitamos la sinceridad desde el comienzo: nadie quenoseacineasta repara en tecnicismos relacionados a la dirección. No interesan. Hay un guión, un grupo de actores, la escenografía y un director que se carga ese meollo para organizarlo y darle, al menos, una forma coherente. El director es quien cuenta la historia, lo realmente importante; pero también lo hará de una manera singular si quiere sobresalir del montón.

Lo que sucede con Anna Karenina es que Joe Wright quiso innovar en el cómo. Se cansó de ser el director inglés de planos excesivamente fotográficos y el lenguaje de las manos. Entonces, tomó la historia de Léon Tolstoi y la teatralizó: durante dos horas los personajes se pasean con gestos burlescos por las tablas de un teatro, mientras éste va rotando en distintos escenarios. Toda una novedad (que ya planteó con éxito Lars von Trier). Pero lamentablemente, Wright se encandiló con la idea del formato y se olvidó de contar el qué, la historia.

Ambientada durante la Rusia imperial, Tolstoi denuncia (a mi entender) la opresión de una mujer frente a la aristocracia. Sin buscarlo (o tal vez, sí), Anna se enamora perdidamente del conde Vronsky (Aaron Taylor-Johnson y que lo tiren a la hinchada) y no pretende ocultárselo ni a su marido -el ministro Karenin- ni a sus conocidos. El descrédito y la exclusión social sobre las pasiones irrefrenables de Anna la llevan a bordear la locura y a un final esperado. Ahora bien, los hechos remarcables de la novela están. Es más, Keira Knightley se encarga de hacerlo notar con una sobria actuación. Lo que sucede es que pierden verosimilitud, se vuelven poco creíbles. Joe Wright desplaza la cámara de un lado a otro, nosotros vamos detrás de él apresuradamente y en un momento, sin darnos cuenta, no tenemos ni idea de cómo o en qué momento Anna se enamoró de Vronsky ni quiénes son su hermano, su marido y sus amigas. No se esboza ninguna personalidad, ningún sentimiento. Por fortuna, la microhistoria de amor entre Konstantin y Kitty zanja la mediocridad absoluta de la película ya que, al fin de cuentas, Wright termina contando una historia con un pulso más frío que el hielo ruso.

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